¡Qué noches de recuerdos! Terrazas escalonadas, donde las casas, pintadas de vivos colores, entre muros refulgentes de cal y un arroyo sin nombre, se apiñan descendiendo de forma inverosimil, mirando el intenso azul del mar Tirreno. El aire, tan nítido, como un enorme prisma transparente en sintonía con la inmensidad del paisaje entre el aroma de buganvillas y jazmines...
Ese aire cálido, recorriendo las calles estrechas que bajan en cuesta, en forma de retorcido y secreto laberinto, donde poder encontrarte, y bajar despacio hasta el paseo marítimo, cuando la Luna llena provoca centelleos en la cúpula de la iglesia y en la superficie cambiante del agua que golpea inmisericorde en el muelle, una y otra vez, recordando lo que nunca olvidamos.
Esperar un nuevo mediodía, y recorrer una y otra vez la ladera, buscando estrechas calles, tiendas de vivos colores y la calma de un paraíso donde el tiempo no pasa.
Arriba, las nubes acarician lentamente entre la niebla las cumbres sembradas de pinos. Se acerca la noche. Unas velas naranjas y amarillas; una copa de vino tinto, un plato delicioso con sabor de albahaca... Al fondo, titilan las luces mortecinas de un pequeño pueblo colgado en los acantilados. ¿Quién no desearía estar allí de nuevo a tu lado?
¡Qué noches de recuerdos! Terrazas escalonadas, donde las casas, pintadas de vivos colores, entre muros refulgentes de cal y un arroyo sin nombre, se apiñan descendiendo de forma inverosimil, mirando el intenso azul del mar Tirreno. El aire, tan nítido, como un enorme prisma transparente en sintonía con la inmensidad del paisaje entre el aroma de buganvillas y jazmines...
ResponderEliminarEse aire cálido, recorriendo las calles estrechas que bajan en cuesta, en forma de retorcido y secreto laberinto, donde poder encontrarte, y bajar despacio hasta el paseo marítimo, cuando la Luna llena provoca centelleos en la cúpula de la iglesia y en la superficie cambiante del agua que golpea inmisericorde en el muelle, una y otra vez, recordando lo que nunca olvidamos.
Esperar un nuevo mediodía, y recorrer una y otra vez la ladera, buscando estrechas calles, tiendas de vivos colores y la calma de un paraíso donde el tiempo no pasa.
Arriba, las nubes acarician lentamente entre la niebla las cumbres sembradas de pinos. Se acerca la noche. Unas velas naranjas y amarillas; una copa de vino tinto, un plato delicioso con sabor de albahaca... Al fondo, titilan las luces mortecinas de un pequeño pueblo colgado en los acantilados. ¿Quién no desearía estar allí de nuevo a tu lado?